El nuestro es un país de gentes muy mal educadas. No nos referimos ahora a la proverbial –y desde antiguo– rudeza y trato áspero que tanto resienten los extranjeros, sobre todo los hispanos del otro lado del mar, nada habituados a tales alardes de confianzas excesivas o claras groserías como por aquí se estilan, aunque también esas formas de conducta estén relacionadas con los fallos de formación y cultura, generales por estas tierras, e incluso –tal vez– en ellos tengan su origen. Obviamente apuntamos a la educación en sentido amplio y, más exactamente, a la enseñanza, que sólo es un capítulo en la forja del carácter, conocimientos y actuación de una persona. Sólo es un capítulo, pero de los más importantes.
En la manifestación habida en Madrid el pasado sábado afloraba el descontento por motivos múltiples: el llamado fracaso escolar, la caída en picado del nivel en los estudios, la indisciplina alentada por las leyes educativas del PSOE, el arrinconamiento de la asignatura de Religión, los problemas económicos que el actual gobierno carga sobre un sector de la enseñanza media… Yo añadiría algunos otros de los que se habla poco o no se habla en absoluto, como la entrega de la enseñanza a las comunidades autónomas, algo que nunca debió suceder, o la condena de nuestras universidades a la endogamia y el papel de aparcamiento de jóvenes durante unos años para encubrir el paro y mantenerlos entretenidos creyendo –ellos y sus familias– que están haciendo algo. No nos interesa discutir si en la manifestación hubo más o menos asistentes (es claro que participó muchísima gente pese a los intentos por reventarla), si todos estaban allí por reivindicaciones escolares o también impelidos por la hartura que suscita un desgobierno como el que padecemos, o si los “ascos” y “vómitos” que los allí presentes provocamos a exquisitos progres en general, o peliculeros en particular, son fruto de una mala digestión en cualquier restaurante de lujo.
Tras la Guerra Civil, la enseñanza española se fue recuperando lentamente gracias a la labor heroica –por anónima y poco recompensada y comprendida de parte de la sociedad; y de las autoridades no digamos– de una legión de profesores y maestros que en condiciones tremendas levantaron el dignísimo edificio que conocimos a fines de los cincuenta y principios de los sesenta. No basta con recordar que Antonio Machado fue catedrático de Instituto a principios del XX: un sinfín de gentes de mi generación conoció en sus institutos respectivos a profesores, inolvidables por excelentes, que despertaron en nosotros la curiosidad, el amor y el respeto por el estudio y el entender la vida como un aprendizaje continuo que –espero– sólo cese con la muerte. Despertaron nuestro agradecimiento para siempre. Aquello funcionaba con orden y seriedad profesional, por encima y por debajo de la superestructura del estado franquista. El premio que recibieron –¡de la izquierda!– fue el aplastamiento, en cuanto el PSOE pudo, de los cuerpos de agregados y catedráticos de instituto. Los socialistas (también los de UCD), perpetuamente atentos a una pancarta que se mueva en la calle de Alcalá orilla del Ministerio, eligieron bien: igualitarismo a la baja, desprecio y odio a la excelencia (de la que carecían, claro), improvisación acelerada de miles y miles de puestos en la enseñanza media. Los resultados los disfrutamos ahora, veinte o veinticinco años más tarde: enhorabuena, Maravall (hijo), Pérez Rubalcaba, Marchesi, nunca os olvidaremos, como a los buenos maestros que tuvimos de niños.
Bien es cierto que la calamidad se inició en el muy franquista ministerio de Villar Palasí, cuando los pedagogos metieron la zarpa en la Casa, de la mano de otros apellidos no menos inolvidables (Galino, García Hoz). Vinieron con sus teorías debajo del brazo, resueltos a convertir a todos los niños en retrasados mentales: nada de enseñar a leer a los cuatro o cinco años, nada de exigencias, nada de contenidos… Método, método, método, el carro delante de los bueyes. El final ha sido, año tras año de dislates sobre dislates, que al llegar a la Universidad los alumnos carecen de metodología de trabajo, de conocimientos, de rigor y disciplina en el estudio (a veces también de la otra) y de curiosidad intelectual por aprender cualquier cosa que se salga del programa. Aquel “Eso no viene en mi libro” a escala general. Parafraseando a Clemenceau, podemos afirmar que la enseñanza es un asunto demasiado importante para dejarla en manos de los pedagogos. Pero la dejaron.
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